Capítulo 08
Cuando me confesó su amor hace diez años, yo -que lo había amado durante tanto tiempo
no sentí nada.
Sin vacilar, rechacé su declaración… y partí sola a estudiar al extranjero.
Durante esa década, me dediqué por completo a mis estudios y a mi carrera. Todo fue bien: sin tropiezos, sin dramas, sin heridas abiertas.
Al regresar, conseguí una plaza como profesora titular en una de las mejores universidades del país.
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Por su parte, Leandro, apenas descubrió que el certificado de matrimonio no era válido, al día siguiente lo anuló.
Me sorprendió, no lo voy a negar.
Pero para mi alivio, su decisión no alteró el rumbo de mi vida. Al contrario, sentí que una gran piedra se desprendía de mi espalda.
En estos diez años, Leandro ya no fue el hombre impulsivo de antes. No volvió a discutir conmigo, ni cayó en las crisis gástricas que solía padecer por estrés. Esta vez, todo fue
distinto.
Ahora es más tranquilo, más sereno. Tiene algo protector en la mirada. Como un hermano mayor que ha estado ahí… siempre.
En silencio. Acompañándome, sin pedir nada a cambio.
Mientras ordenaba los recuerdos en mi cabeza, sentí que alguien tocaba mi hombro.
-Suárez, su celular lleva rato sonando. ¿Quiere que lo atienda por usted?
Una de mis alumnas me extendió el teléfono. Sonreí con dulzura y negué con la cabeza.
-Gracias, yo lo tomo.
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Era la madre de Leandro.
Contesté de inmediato.
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-Vanesa, hoy es el cumpleaños número treinta y tres de Leandro. ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros?
Escuchar ese número me provocó un escalofrío.
Treinta y tres. El año en que él había muerto, en aquella otra vida.
Pero esta vez… ese destino ya no existía. Ese peligro ya no estaba.
Sonreí, aliviada.
-Claro que sí, mamá. En un rato llego.
Esa noche, cuando llegué a casa, la mesa ya estaba servida.
Doña Eugenia, como siempre, se limpió las manos en el delantal antes de abrazarme con
fuerza.
-¡Vanesa, bienvenida a casa!
Ver esa escena tan familiar me llenó los ojos de lágrimas.
Esta vez… ellos no me culpaban por la muerte de Leandro. Esta vez, todo estaba como debía.
Doña Eugenia soltó una risa al ver mi emoción.
-Ay, esta niña. ¡Si parece que no viene desde hace años!
Mientras me secaba las lágrimas con ternura, sentí que una tensión que había vivido en mí durante tanto tiempo… finalmente desaparecía.
Durante la cena, charlando con los padres de Leandro, salió a flote el tema del accidente de
Clarisa.
-Al final se supo que sí -dijo don Ernesto con seriedad-. Fue su exnovio. El tipo se hacía
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pasar por millonario y cuando Clarisa lo dejó, él se sintió humillado… y planeó el atropello.
-Bah, karma -espetó doña Eugenia-. Aunque sobrevivió, no le va bien. Dicen que ahora es la amante de un tipo casado. La esposa la descubrió y la dejó irreconocible. Está quemada
socialmente. En la calle nadie quiere verla.
Solté un suspiro. Por una vez, estuve completamente de acuerdo con las palabras de don
Ernesto:
-El karma existe. Lo que das… vuelve.
Tocaron el timbre.
Fui a abrir.
Y ahí estaba Leandro.
Me miró con aquella calma nueva suya y sonrió con calidez.
-Cuánto tiempo, Vanesa.
Apenas lo vi, un recuerdo se activó en mi mente.
a
Una semana atrás, la universidad había publicado una convocatoria. Se seleccionaría un
grupo reducido de docentes para incorporarse al Instituto Nacional de Investigaciones
Avanzadas.
Para cualquier profesor, era una oportunidad de oro. Y para mí, la más joven y con mejor
evaluación… también.
nte días estuve entre las primeras candidatas. Todo iba bien… hasta que llegó una
a regla de elegibilidad: edad mínima, 35 años.
Fue frustrante. Doloroso.
Y, sin pensarlo mucho, se lo conté a Leandro. Como quien lanza una queja al aire, sin esperar nada a cambio.
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Jamás imaginé que él se lo tomaría tan en serio.
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