Capítulo 05
Pero ahora… cuando la despedida estaba tan cerca, ya no tenía sentido. No habría más encuentros, ni más líneas cruzadas entre nosotros. Que me entendiera o no… dejó de importar.
En ese momento, Leandro rompió el silencio.
—Lo de acompañarte a ver la lluvia de estrellas… fue mi culpa. No cumplí. Recuerdo que alguna vez dijiste que querías conocer Argentina. ¿Qué te parece si vamos en unos días?
Me tomó por sorpresa. No esperaba que recordara algo así.
Mi pecho se contrajo por un instante, pero negué con la cabeza.
—No hace falta.
Leandro, por una vez, no me respondió con sarcasmo. Sacó el celular del bolsillo y, sin consultarme, reservó pasajes para dentro de cinco días.
—Puedo entender que estés molesta conmigo. Ya compré los boletos. En unos días, cuando estés mejor, nos vamos. Considerémoslo nuestra luna de miel.
—No, Leandro… de verdad.
Me miró con extrañeza.
—No tienes por qué sentirte culpable ni intentar compensarme —dije, con firmeza, bajando la voz—. Todo esto… es algo que yo te debía.
Mis palabras no solo eran para él, sino también para mí. Era una forma de cerrar el ciclo.
Frunció el ceño, molesto.
—¿Qué estás diciendo?
No respondí.
Cuando el silencio se tornó pesado, Leandro se levantó para servirme un vaso de agua. Sin embargo, noté que su mano temblaba levemente. Ya había empezado a llover afuera, y su antigua lesión volvía a molestarle.
Esa imagen me dolió más de lo que esperaba.
—¿Te arrepientes? —le pregunté en voz baja—. De haberme salvado. De haber quedado así.
Dejó el vaso frente a mí. Su flequillo le cubría los ojos.
—No me arrepiento —respondió—. Habría hecho lo mismo por cualquier persona.
—¿Incluso lo del terremoto?
Sus dedos se tensaron. Pero, aun así, asintió.
—Sí. Sin quién fuera.
Así era él. Tierno, incluso cuando no lo mostraba; bueno, incluso cuando lastimaba.
Sonreí. Y las lágrimas empezaron a caer sin permiso.
—Gracias, Leandro. Eres… una persona maravillosa. Antes fui egoísta, me aferré a ti cuando ya era claro que no me correspondías. Seguramente, te causé mucho dolor, ¿no?
Él, tan noble, terminó siendo arrastrado por mí durante diez años. Y al final… murió por mí. Yo fui su tormento.
Al verme llorar, Leandro pareció desconcertado por primera vez en mucho tiempo.
—¿Qué estás diciendo? Yo…
Entonces, su asistente llegó corriendo.
—¡Señor Fuentes, Clarisa despertó!
Su expresión cambió de inmediato, y sus ojos se iluminaron.
—Voy a verla —repuso, levantándose apresurado.
Justo cuando estaba por cruzar la puerta, lo llamé con suavidad:
—Leandro…
Él se volteó, y yo le sonreí con todo el amor y el dolor acumulado.
—Perdóname. Te deseo una vida en paz, con alegría… y que cumplas todos tus sueños.
Su ceño se frunció. Algo en mi tono lo hizo detenerse.
—¿Por qué hablas como si fuera una despedida? Solo iré a ver a Clarisa. Tenemos que hablar. Espérame.
Dicho esto, salió sin más.
Quedaba menos de media hora antes de que la máquina del tiempo me arrastrara de vuelta. Por lo que, me quité la aguja del suero, me levanté y salí del hospital.
Unos minutos después, Leandro regresó con las manos llenas de sopas y frascos de medicina.
Entró a la habitación con pasos ligeros, con una energía que pocas veces tenía.
—Vanesa, traje esto para que te repongas…
Se detuvo en seco y miró alrededor, confundido.
La cama estaba vacía.
—¿Vanesa?
Silencio.
—¿Vanesa? —repitió, ahora con un nudo en la garganta.
Sacó su celular, instintivamente, para llamarme, pero, antes de que pudiera marcar, su asistente volvió a aparecer, esta vez jadeando, pálida como el papel.
—Señor Fuentes… pasó algo terrible…
—¿Qué?
—Hace diez minutos, la señorita Suárez fue atropellada. Perdió mucha sangre… Y el hospital no tenía suficiente en el banco.
—¡No…!
—Intentaron reanimarla, pero… no lo lograron. Vanesa Suárez… murió.